En Siem Reap sentía cómo mi estatus de turista limitaba significativamente mi percepción del país y sus gentes. Tenía la esperanza de que tras conseguir ofrecerles algo de mi trabajo los Camboyanos se abrieran a considerarme uno más entre ellos y me mostraran su auténtica cultura más allá de sus coloridos escaparates repletos de las más atractivas baratijas. Pero esa misión no iba a ser fácil. Los mercados estaban sobresaturados de todo aquello cuanto se pudiera vender y me resultaba muy complicado hacer que percibieran mis caricaturas como algo interesante para ser incluido en su exigua lista de la compra. El caso es que al cabo de un tiempo me iba a dar cuenta de que los camboyanos tienen unas pautas de consumo muy determinadas por su cultura que priorizan una serie de cosas muy concretas; a saber, una boda lo más ostentosa posible, unos trajes y joyas igual de ostentosos para asistir a las bodas de los demás y un cochazo a la altura de la ostentación de las otras dos prioridades mencionadas. Lo demás se consideran casi banalidades y, como tales, raramente pueden costar más de un par de dólares.
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