Había
llegado a Japón, por segunda vez, en marzo. Mi embarque en el aeropuerto de Barcelona se había
producido sin más contratiempos que la complicada selección de los bombones "duty
free" con que quería obsequiar al máximo de personas que había conocido el año anterior. Sin embargo, mi llegada a Osaka me había deparado una gran sorpresa. Durante mi vuelo, en una prefectura a unos cuantos kilómetros al norte de Tokio, había tenido lugar el terremoto más grande que había
sufrido el país en mucho tiempo.
Pasaron varias horas hasta que entendí las razones por las cuales mi tren no iva a llegar hasta el pueblito de la zona costera al que me dirigía. Mi nivel del idioma, por aquel entonces, tan solo me había servido para comprender que había habido una alerta de tsunami. Por lo demás, todavía iba a poder ir a muchas clases de japonés, hasta que finalmente el efecto de esa gran ola llegara a la aldea en la que yo vivía.
Pasaron varias horas hasta que entendí las razones por las cuales mi tren no iva a llegar hasta el pueblito de la zona costera al que me dirigía. Mi nivel del idioma, por aquel entonces, tan solo me había servido para comprender que había habido una alerta de tsunami. Por lo demás, todavía iba a poder ir a muchas clases de japonés, hasta que finalmente el efecto de esa gran ola llegara a la aldea en la que yo vivía.
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